Durante siglos los médicos practicaron una medicina basada en su experiencia (MBE). En aquellos tiempos la Medicina era más arte que ciencia, aunque la jurisprudencia actual todavía utiliza el término lex artispara definir un ejercicio de la práctica médico que “Comporta no sólo el cumplimiento formal y protocolario de las técnicas previstas, aceptadas generalmente por la ciencia médica y adecuadas a una buena praxis, sino la aplicación de tales técnicas con el cuidado y precisión exigible de acuerdo con las circunstancias y los riesgos inherentes a cada intervención según su naturaleza.” (Sentencia de Tribunal Supremo español de 23 de mayo de 2006).

Eran tiempos en los que el médico ejercía su profesión de manera individual y a la cabecera de sus enfermos. No había hospitales donde compartir experiencias ni sociedades científicas o publicaciones médicas de alcance como medios de difusión del conocimiento. Como los heroicos sheriffs de las películas del Oeste, el médico estaba «solo ante el peligro».

En la primera mitad del siglo XX la medicina avanzó más en el conocimiento de las enfermedades y en sus tratamientos que en los veinte siglos anteriores. El extraordinario progreso de nuevos fármacos, medios diagnósticos, técnicas quirúrgicas y anestésicas y estrategias preventiva proporcionó a los habitantes del mundo desarrollado unos niveles de salud. Médicos y sociedad llegaron a creer que la medicina no tenía límites y en medio de aquel vertiginoso progreso se cometieron abusos y desatinos dentro de lo que podríamos denominar Medicina Basada en la Ocurrencia (MBO).

A principios de los 70 surgió un movimiento que propugnaba la optimización de la toma de decisiones en la práctica médica basadas en pruebas realizadas con arreglo al método científico, es decir, en investigaciones correctamente diseñadas, realizadas y evaluadas. Este nuevo enfoque de la atención médica se denomina en nuestro país Medicina Basada en la Evidencia (MBE) por una mala traducción del término inglés evidence, que significa prueba. En las décadas siguientes la MBE acabó convirtiéndose en una especie de religión médica cuyos preceptos venían dictados por las conclusiones de estudios científicos cuyo nivel de «evidencia» oscila entre el máximo del metaanálisis y el mínimo de la comunicación personal. Dichas conclusiones se aceptaban como mandamientos de obligado cumplimiento, quienes se apartaran de ellas eran considerados herejes y hasta la justicia le hizo el juego absolviendo barrabasadas médicas siempre que se hubieran ajustado a «la mejor evidencia disponible en ese momento».

Pero sucede que los ensayos clínicos o las revisiones retrospectivas de resultados no es un trabajo de espíritus puros animados por un afán benefactor de la Humanidad, sino de personas que en demasiadas ocasiones, ocultas bajo un disfraz pseudocientífico, actúan movidos por intereses espurios y menos filantrópicos como, por ejemplo, el económico.

Llegados a este punto de este artículo, se recomienda leer el post de esta página titulado «La medicalización de la sociedad». Uno de los autores mencionados en este trabajo, Jörg Blech, desveló en su impactante ensayo Los inventores de enfermedades y en su no menos demoledora secuela, La medicina enferma, el fabuloso negocio que las grandes empresas farmacéuticas obtienen con la venta de medicamentos destinados a combatir las enfermedades que ellas mismas contribuyen a crear y propagar con la inestimable colaboración de investigadores sesgados, catedráticos mercenarios, políticos demagogos, médicos sucumbidos y suplementos dominicales. Entre estas falsas enfermedades destacan dos: la “tensión” y el “colesterol” (elevados, se entiende). El proceso de elaboración de estas y otras pandemias de diseño comercial es calcado: gigantes de la investigación y fabricación de fármacos (los Big Pharma) patrocinan ensayos clínicos y reuniones internacionales de autoridades científicas y sanitarias de las que surge por consenso una cifra arbitraria a partir de la cual se considera anómalo un parámetro corporal. Ejemplo: un análisis del colesterol sanguíneo en 100000 alemanes sanos arrojó en la mitad de ellos un cifra superior a los 250 miligramos por decilitro. No obstante, un encuentro de “expertos” patrocinado por un lobby de intereses privados estableció arbitrariamente en 200 el límite tolerable a partir del cual el individuo, ya transmutado en paciente, presentaba riesgo de enfermedad cardiovascular, lo que convirtió de golpe a cientos de miles de personas sanas en enfermas. Es decir, en consumidores de por vida de las caras pastillas que mantienen a raya el colesterol bajo el nivel de “normalidad” fijado por los campeones de sus poderosos fabricantes.

El ejemplo ilustra a la perfección el consumismo de salud que se ha apoderado de nuestra sociedad, espoleado por una de las industrias más poderosas del planeta, la farmacológica. Para ahondar en este importante tema resulta imprescindible la lectura de «Medicamentos que matan y crinen organizado», un libro subtitulado «Cómo las grandes farmacéuticas han corrompido el sistema de salud» (Los libros del lince, 2014), de Peter C. Gøtzshe, cofundador de The Cochrane Collaborationy catedrático de Diseño y Análisis de Investigaciones Clínicas en la Universidad de Copenhague.

Viene todo esto a cuento de una tremenda realidad instalada en la comunidad «científica» biomédica: la corrupción imperante en muchas investigaciones cuyos resultados favorecen a la industria que directa o indirectamente retribuye a los investigadores, en metálico o en especias. Hoy en día, lamentablemente, la mayoría de las conclusiones de trabajos de investigación clínica o de laboratorio que se ofrecen en congresos, jornadas, simposios y otros saraos médicos, o se publican en la abundante literatura biomédica (amplificada muchas veces por la prensa generalista) son falsas.

Por este motivo, remitirse a la supuesta evidencia científica arrojada por estas investigaciones o publicaciones para justificar determinada práctica carece de fundamento y, paradójicamente, puede ser contraria a los principios de la Bioética, una ciencia relativamente moderna pero basada en axiomas tan clásicos como el primum non nocere(«en primer lugar no causar daño»), al que cabría añadir: et secundum non decipere(«y en segundo no engañar»). Y, ante la desconfianza que pueda generar una literatura médica sospechosa a la hora de indicar un tratamiento, es hora de reivindicar aquel móvil antiguo pero infalible de la práctica médica: la experiencia.

En los últimos años hemos conocido medicinas basadas en la autosuficiencia, creencia, eminencia, gerencia, ignorancia, incompetencia, ocurrencia, negligencia, obediencia, prepotencia, susbsistencia y, desde luego, en la evidencia. El paso de las modas en gestión sanitaria está reivindicando de nuevo la experiencia personal como pauta válida de actuación profesional dentro de la más insobornable honradez profesional. Ello significa indicar solo los tratamientos que el médico sabe que pueden ofrecer algún beneficio a su paciente porque lo ha utilizado infinidad de veces en su práctica diaria, y no recomendar aquellos de dudosa o nula eficacia, por mucho que lo aseguren estudios ajenos cuyas conclusiones deben creerse sin ver, y más si el tratamiento en cuestión es invasivo (su aplicación exige atravesar la piel) o exige un desembolso.

Así, cuando su traumatólogo, o cualquier otro médico al que usted consulte, le desaconseja un tratamiento por falta de confianza en su eficacia seguramente no estará evidenciando ignorancia o falta de puesta al día sino, además de todo lo contrario (convencerse de que una terapia no funciona lleva el mismo tiempo, estudio y esfuerzo que de sí es útil), una muestra de esa ancestral honestidad médica que ahora llaman ética profesional.

Los tiempos venideros seguramente traerán nuevas modas que acuñarán nuevos términos de gestión sanitaria. Pero hay uno que jamás prescribirá: la Medicina Basada en la Decencia (MBD).

(Ilustración: Ciencia y caridad, de Pablo Ruiz Picasso, 1895)